Hace algunos días me encontraba veraneando en la localidad costera de Constitución junto a mi familia: esposa, mis dos hijos pequeños, Pedro y Lucas; de un poco más de un año y mi madre. Los días eran preciosos y tranquilos en aquella zona; bajábamos a la playa, paseábamos recorriendo el centro, comíamos en alguno de sus tantos locales platos típicos del mar, en fin, el descanso ideal antes de retornar a la rutina diaria laboral de marzo.
Todo aquello cambió dramáticamente a las 03:34 de la madrugada del sábado 27 de febrero. Un horrible sismo se sintió en la cabaña que habitábamos. Fue tan intenso y fuerte que realmente me dio mucho miedo, recordaba aquel terremoto del año 1985, pero ni se comparaba en fuerza con lo sentido esa noche.
Mi esposa corrió junto a nuestros pequeños gemelos y yo a duras penas me pude colocar unos zapatos, como se fue la energía eléctrica era necesario moverse a ciegas. Ella insistía en quedarse dentro de una habitación del inmueble, pero yo temía que cayese alguna roca gigante del cerro que teníamos atrás o se produjese algún deslizamiento de material. En diagonal teníamos el mar a 200 metros.
No sé si llamarlo fortuna, suerte o qué pero siempre he disfrutado mucho del cine de ciencia ficción y películas como “Impacto profundo”, “Armagedon” o “2012” habían calado fuerte en mi memoria, así fue como acto reflejo y por precaución salí del inmueble e inmediatamente escuché los gritos desesperados de uno de los cuidadores del recinto “¡Se viene la ola, se viene la ola!” repetía con desesperación para que la gente abandonara las cabañas y se fuera hacia algún lugar en altura. Sin pensarlo mucho tomé a uno de mis hijos y escapamos todos del lugar con lo puesto, en pijama hacia el frío de la noche. No había tiempo para buscar llaves, billetera ni nada que nos pudiese retrasar, cada segundo contaba en esos momentos. Así iniciamos una carrera hacia la parte más alta de Constitución. Por suerte mi esposa conocía muy bien la zona, pues pasó desde pequeña allí innumerables veranos. Caminamos a medio trote porque teníamos que detenernos a esperar a mi madre que no podía ir tan rápido como nosotros. Ella incluso cayó al suelo y la perdimos de vista por algunos segundos que parecieron eternos.
Al llegar a la parte alta del pueblo aún teníamos temor, aunque era el lugar más seguro, nadie podía garantizar que el mar no cubriría todo. El amor hacia el prójimo se notó en esa madrugada de desesperación, puesto que ante el llanto de Pedrito una señora que vivía en ese pasaje en altura se apiadó de nuestra situación y nos permitió ingresar a su casa bajo abrigo. Obviamente no estábamos preparados para pasar la noche a la intemperie porque andábamos en pijama con los gemelitos en brazo y apenas una mantita que los cubría.
Al ir amaneciendo el miedo se fue disipando, la ola no había llegado al sitio donde estábamos y pensamos en recuperar algo de nuestras cosas, si es que aún existían. Sin pañales, leche ni alimentos de ningún tipo la preocupación principal era por los niños. Así fue como intentamos bajar hacia la playa, la primera vez nos apoyó la gente de la casa donde nos alojaron y nos acompañó en su auto dos hijos de la señora, pero sólo avanzamos un par de cuadras hasta escuchar el sonido de las sirenas y autos que huían a toda velocidad hacia arriba, el grito de que se venía el mar nuevamente no se hizo esperar y la operación tuvo que ser abortada.
A las 11:00 nuevamente nos armamos de valor e intentamos bajar hacia la zona afectada por el tsunami. La idea era llegar lo más cerca posible de las cabañas, de ser necesario subiríamos al cerro que se encontraba en la parte de atrás de las instalaciones para mirar. Nuestros hijos necesitaban pañales, alimentos y no teníamos nada. Esta vez íbamos a pie junto a mi esposa, pero apenas avanzamos 4 cuadras nuevamente la alarma de que se estaba subiendo el mar de parte de carabineros nos hizo correr 100 metros cuesta arriba. La gente huía desesperada nuevamente hacia la parte alta, el caos y la desesperación se respiraba en el ambiente. Esperamos un rato y volvimos a descender y nos encontramos con un par de policías en el camino y les consultamos por la situación de las cabañas del servicio de salud, lugar donde estábamos alojados. La respuesta de parte de ellos fue lapidaria “están cubiertas por el mar” y nos recomendaron no acercarnos allí. Resignados nos devolvimos mientras la esperanza de rescatar aunque fuese una tarjeta de crédito o algo de dinero que nos permitiera comprar algo para nuestros pequeños se iba desvaneciendo.
Pasado el medio día, convencidos de que ya había pasado lo peor e instados por la familia que nos acogía bajamos nuevamente, esta vez en un vehículo de un amigo de ellos. Poco a poco nos fuimos acercando, con mucho temor y sabiendo que en la operación nos arriesgábamos bastante, si venía una replica fuerte y el tsunami nuevamente.
Al llegar a la zona baja el panorama era dantesco, camiones dados vuelta como si fueran de juguete, palmeras en el suelo, escombros por doquier, etc. Es cierto que uno ve destrucción y muerte por la televisión o en películas, pero verlo en forma presencial no tiene comparación alguna. La pequeñez del hombre se siente en esos momentos, uno se siente impotente ante las fuerzas de la naturaleza y el poder de Dios. No somos nada.
Todo aquello cambió dramáticamente a las 03:34 de la madrugada del sábado 27 de febrero. Un horrible sismo se sintió en la cabaña que habitábamos. Fue tan intenso y fuerte que realmente me dio mucho miedo, recordaba aquel terremoto del año 1985, pero ni se comparaba en fuerza con lo sentido esa noche.
Mi esposa corrió junto a nuestros pequeños gemelos y yo a duras penas me pude colocar unos zapatos, como se fue la energía eléctrica era necesario moverse a ciegas. Ella insistía en quedarse dentro de una habitación del inmueble, pero yo temía que cayese alguna roca gigante del cerro que teníamos atrás o se produjese algún deslizamiento de material. En diagonal teníamos el mar a 200 metros.
No sé si llamarlo fortuna, suerte o qué pero siempre he disfrutado mucho del cine de ciencia ficción y películas como “Impacto profundo”, “Armagedon” o “2012” habían calado fuerte en mi memoria, así fue como acto reflejo y por precaución salí del inmueble e inmediatamente escuché los gritos desesperados de uno de los cuidadores del recinto “¡Se viene la ola, se viene la ola!” repetía con desesperación para que la gente abandonara las cabañas y se fuera hacia algún lugar en altura. Sin pensarlo mucho tomé a uno de mis hijos y escapamos todos del lugar con lo puesto, en pijama hacia el frío de la noche. No había tiempo para buscar llaves, billetera ni nada que nos pudiese retrasar, cada segundo contaba en esos momentos. Así iniciamos una carrera hacia la parte más alta de Constitución. Por suerte mi esposa conocía muy bien la zona, pues pasó desde pequeña allí innumerables veranos. Caminamos a medio trote porque teníamos que detenernos a esperar a mi madre que no podía ir tan rápido como nosotros. Ella incluso cayó al suelo y la perdimos de vista por algunos segundos que parecieron eternos.
Al llegar a la parte alta del pueblo aún teníamos temor, aunque era el lugar más seguro, nadie podía garantizar que el mar no cubriría todo. El amor hacia el prójimo se notó en esa madrugada de desesperación, puesto que ante el llanto de Pedrito una señora que vivía en ese pasaje en altura se apiadó de nuestra situación y nos permitió ingresar a su casa bajo abrigo. Obviamente no estábamos preparados para pasar la noche a la intemperie porque andábamos en pijama con los gemelitos en brazo y apenas una mantita que los cubría.
Al ir amaneciendo el miedo se fue disipando, la ola no había llegado al sitio donde estábamos y pensamos en recuperar algo de nuestras cosas, si es que aún existían. Sin pañales, leche ni alimentos de ningún tipo la preocupación principal era por los niños. Así fue como intentamos bajar hacia la playa, la primera vez nos apoyó la gente de la casa donde nos alojaron y nos acompañó en su auto dos hijos de la señora, pero sólo avanzamos un par de cuadras hasta escuchar el sonido de las sirenas y autos que huían a toda velocidad hacia arriba, el grito de que se venía el mar nuevamente no se hizo esperar y la operación tuvo que ser abortada.
A las 11:00 nuevamente nos armamos de valor e intentamos bajar hacia la zona afectada por el tsunami. La idea era llegar lo más cerca posible de las cabañas, de ser necesario subiríamos al cerro que se encontraba en la parte de atrás de las instalaciones para mirar. Nuestros hijos necesitaban pañales, alimentos y no teníamos nada. Esta vez íbamos a pie junto a mi esposa, pero apenas avanzamos 4 cuadras nuevamente la alarma de que se estaba subiendo el mar de parte de carabineros nos hizo correr 100 metros cuesta arriba. La gente huía desesperada nuevamente hacia la parte alta, el caos y la desesperación se respiraba en el ambiente. Esperamos un rato y volvimos a descender y nos encontramos con un par de policías en el camino y les consultamos por la situación de las cabañas del servicio de salud, lugar donde estábamos alojados. La respuesta de parte de ellos fue lapidaria “están cubiertas por el mar” y nos recomendaron no acercarnos allí. Resignados nos devolvimos mientras la esperanza de rescatar aunque fuese una tarjeta de crédito o algo de dinero que nos permitiera comprar algo para nuestros pequeños se iba desvaneciendo.
Pasado el medio día, convencidos de que ya había pasado lo peor e instados por la familia que nos acogía bajamos nuevamente, esta vez en un vehículo de un amigo de ellos. Poco a poco nos fuimos acercando, con mucho temor y sabiendo que en la operación nos arriesgábamos bastante, si venía una replica fuerte y el tsunami nuevamente.
Al llegar a la zona baja el panorama era dantesco, camiones dados vuelta como si fueran de juguete, palmeras en el suelo, escombros por doquier, etc. Es cierto que uno ve destrucción y muerte por la televisión o en películas, pero verlo en forma presencial no tiene comparación alguna. La pequeñez del hombre se siente en esos momentos, uno se siente impotente ante las fuerzas de la naturaleza y el poder de Dios. No somos nada.





Pese a todo el desastre fue reconfortante descubrir que las cabañas al encontrarse en altura habían resistido bien y no les había pasado nada. Los pilares de cemento que la ubican a 3 metros sobre el nivel de la calle las protegieron bien. Esta alegría era inmensa no por las cosas materiales que teníamos ahí y que ya dábamos por perdidas, sino porque sabíamos que nuestros hijos ya no la pasarían tan mal pese a la catástrofe. Entre tanta desgracia y malos momentos aparecía una luz de esperanza.

2 comentarios:
Jorque, amigo,
Vaya experiencia. Tranquiliza saber que todos uds. están bien. El susto no fue para menos.
Enhorabuena.
Si, fue un gran susto... la verdad es que la historia no termina ahí, ya que después nos costó un día más escapar de la zona devastada. Da para otra crónica más, pero prefiero olvidar el suceso y volver a lo cotidiano ya.
Saludos,
MJC
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